El pasado viernes, 22 de abril, se celebró en el salón social del Club Nàutic Sant Antoni una nueva edición de las ‘Xerrades Essencials’, cuya finalidad es profundizar en la historia de algunas de las personalidades más relevantes de la isla. En esta ocasión, la conversación llevó el título “La saga de los Hormigo, tres generaciones de artistas” y giró en torno a la historia de esta familia, que siempre ha estado vinculada a la bahía, ya que primero residieron en el centro de Sant Antoni de Portmany y después en la zona de Port des Torrent.
Los invitados a la tertulia fueron Carmen Juan, viuda del escultor Antonio Hormigo Escandell, y Pedro Juan Hormigo, escultor especializado en fundición. La historia de los Hormigo supone un ejemplo de cómo un suceso dramático y aparentemente negativo, con el paso del tiempo, acaba teniendo una evolución extraordinariamente positiva.
Los Hormigo proceden de una estirpe de curtidores de piel, que en el siglo XIX estaban asentados en la localidad extremeña de Santiago de Carbajo, a pocos kilómetros del río Tajo y la frontera con Portugal. El primer miembro de esta familia que desembarcó en Ibiza fue Dámaso Hormigo, en torno al año 1880, al ser destinado a la isla como carabinero. Este oficio, parte de la vida militar que entonces podía desarrollarse en el país, era una de las salidas a las que se aferraban aquellos que no querían emigrar y carecían de medios económicos. Tras un tiempo en la isla, Dámaso se casó con la ibicenca Eulalia Josefa, con la que tuvo cuatro hijos: Eduardo, Antonio, Luisa y Antonia. Él mismo les enseñó a leer y escribir.
Antonio Hormigo Josefa (1900-1986)
Uno de sus hijos, Antonio Hormigo Josefa, nacido en Ibiza, decidió dedicarse a lo mismo que su padre y, a los doce años se marchó al Escorial para formarse como carabinero. Allí permaneció hasta los dieciocho años y después fue destinado a Palma, en una época en que el contrabando proliferaba por las calas mallorquinas. Al cabo de un tiempo, lo destinaron a las oficinas de Palma como mecanógrafo, trabajo que desempeñó durante ocho años, en los que llevó una vida de soltero algo desordenada, como él mismo reconocía en una entrevista que le hizo Mariano Planells y que incluyó en su libro ‘Ibiza, la senda de los elefantes vol. 2’ (1986).
Antonio quería madurar y asentarse y decidió regresar a Ibiza en busca de esa vida más tranquila. Enseguida le pusieron a vigilar el contrabando, aunque aquella era una misión imposible, pues solo eran dos carabineros para cubrir toda la costa desde el Cap Llentrisca hasta Sant Miquel, en una Ibiza surcada casi exclusivamente por caminos de carros. Entonces, el contrabando estaba a la orden del día y hasta los bares vendían tabaco de estraperlo de marcas como Flor de Mayo y Cubanitos, que, aunque se decía que eran caribeñas, procedían de las factorías que la familia March había abierto en Argelia.
Con los años, Antonio Hormigo Josefa conoció a una muchacha de Formentera, a raíz de la visita de ésta a una hermana que vivía en Ibiza, casada con otro carabinero. Se llamaba Catalina Escandell Ferrer, era de Can Xiquet Joan y nieta de Vicent Sord. A Antonio enseguida le pareció una buena mujer, con una cualidad que él consideró imprescindible: era capaz de soportar su mal carácter y su personalidad cuartelaria, herencia de su formación militar. En 1925 se casaron, un tiempo en que en las Pitiüses las mujeres aún iban tapadas y los curas marchaban de casa en casa en tiempo de Pascua, pidiendo limosna y alimentos, siguiendo esa costumbre llamada ‘salpassa’.
En sus primeros años de casado, Antonio fue destinado a las salinas, donde existía un puesto de vigilancia especial de aduanas, debido al comercio de sal con los países nórdicos. Antes de la guerra, la pareja ya tuvo tres hijos y los tres varones: Leonardo, Antonio y Luis.
La desgracia de los Hormigo irrumpió, al igual que ocurrió con tantas familias españolas, con el estallido de la Guerra Civil española, el 18 de julio de 1936. El alzamiento del general Franco ocurrió cuando Antonio Hormigo estaba destinado en Sant Antoni de Portmany, iniciando una etapa llena de amargura, de la que ya no se pudo desprender en toda su vida. Antonio, políticamente, era un hombre neutral, tirando a liberal, y fue fiel al gobierno votado mayoritariamente por los españoles y legalmente constituido. Él, en definitiva, era en conciencia republicano, aunque algunos de sus compañeros se mostraron a favor del alzamiento.
El teniente que por entonces gobernaba el puesto de Sant Antoni, desertó al principio de la guerra y así fue como Antonio Hormigo, carabinero sin graduación, fue designado comandante accidental del puesto de Sant Antoni. Lideró a los carabineros al principio de la guerra, cuando en la isla mandaban los nacionales, y siguió al frente tras el desembarco republicano en Pou des Lleó, en agosto de 1936. Dámaso, el patriarca de la familia, falleció aquel mismo año, durante un bombardeo en Mallorca, donde se encontraba.
Mientras en Sant Antoni se sucedían de forma vertiginosa los cambios de poder, Antonio Hormigo se impuso una prioridad, tal y como explicó durante la conferencia su nieto Pedro Juan Hormigo: salvar todas las vidas posibles, evitando que proliferaran las venganzas. Se jugó la piel en el empeño y la realidad es que en Sant Antoni no corrió la sangre como en otras latitudes ebusitanas, a pesar de que si se produjo una muerte. Para apaciguar los ánimos, se pasaba días sin dormir y sin comer, sufriendo, yendo de casa en casa, hablando con unos y con otros; especialmente los más radicales.
En ciertas ocasiones, se instalaba en la entrada del pueblo, esperando la llegada de los camiones vacíos que conducían los milicianos, que pretendían volver a Castillo de Dalt Vila cargados de prisioneros. Antonio, sin embargo, les conminaba a dar media vuelta, asegurando que en el pueblo no había fascistas; solo algún inofensivo vecino de derechas. Según parece, los milicianos catalanes se dejaban convencer con mayor facilidad que los valencianos. También se dice que, gracias a él y a Juanito Pau, se pudo evitar que republicanos prendieran fuego a la iglesia.
Cuando la llegada de los nacionales ya era inminente y se produjo la barbaridad de los fusilamientos en el Castillo, Antonio no quiso arriesgar más y salió hacia Valencia en un correo, desde el puerto de Ibiza, uniformado y armado, junto a su mujer y sus tres hijos. Al llegar a la capital valenciana le destinaron a Campsa, ascendiéndole primero a cabo y luego a sargento. En 1937, estando ya Valencia asediada por los nacionales, fue trasladado a Barcelona, donde acabó la guerra tras una máquina de escribir, completamente exhausto.
El bando ganador le sometió a juicio y, en primera instancia, fue condenado a seis años de cárcel por desertor. El teniente que había abandonado su puesto al principio de la guerra, declaró que quienes se habían marchado eran sus subordinados, y su testimonio fue tenido en cuenta para dictar sentencia. Sin embargo, ésta fue revisada y reducida a la pena de un año, ya que Antonio no había provocado mal a nadie durante la guerra. La cumplió en la prisión militar de Illetes, en Mallorca, y nada más salir fue expulsado del cuerpo de carabineros, un oficio al que, hasta entonces, había dedicado su vida y sus años de juventud.
Sin embargo, sin ser consciente de ello, el encierro le sirvió para labrarse una alternativa profesional. Para matar el tiempo, Antonio comenzó a tallar pequeñas figuras en madera, descubriendo una habilidad que desconocía que poseía y que se acabaría convirtiendo en su tabla de salvación, aunque ya siempre anhelaría la vida militar. Salió de la cárcel en 1940, permaneciendo un tiempo en aquella isla ayudado por una de sus hermanas, que vivía allí, y por fin toda la familia pudo regresar a Ibiza, en 1941. Acabada la contienda nacieron Paco, que murió siendo un hombre joven a causa de una enfermedad, y Lali, la pequeña, que se convertiría en madre del también escultor Pedro Juan Hormigo.
Ya en Ibiza, Antonio comenzó a buscarse la vida tallando figuritas de adelfa y sabina, como bastones, brazaletes o fustas de montar a caballo, que le adquirían los militares del destacamento de Sant Antoni. Ellos le respetaban y ayudaban, facilitándole aceite, harina, arroz y otros alimentos, cuando les sobraban. A partir de 1945 empezaron a llegar algunos turistas y la tienda de Toni Portmany, en el paseo, empezó a comprarle todo el material que iba tallando.
Con fragmentos de algarrobo, olivo, almendro, enebro, etcétera, también reproducía pequeñas figurillas con temas mitológicos, botánicos y marinos: caracolas, sirenas, delfines, caballitos de mar, lagartijas, unicornios, rostros de chinos, árabes, etcétera, que perfilaba en brazaletes, máscaras y collares. También tallaba vírgenes, crucifijos y estatuillas. En tiempos de paz y siendo un represaliado, la madera le sirvió para sacar a su familia adelante.
Pedro Hormigo, sin embargo, achaca buena parte del mérito del sostenimiento familiar a través de la artesanía, a la buena cabeza de la abuela, que era la que representaba a la familia a la hora de poner precio a su trabajo. Él, como militar, era incapaz de pedir dinero por sus tallas y era ella quien negociaba el valor de las piezas. En sus últimos años, sufrió varias embolias, que le impidieron seguir trabajando y que le dejaron en una silla de ruedas.
Antonio Hormigo Escandell (1933-2019)
Antonio Hormigo Escandell, el segundo hijo del carabinero reconvertido en artesano, se acabaría convirtiendo en el más importante escultor de la historia de Ibiza y en una demostración palpable de que el cambio de rumbo que sufrió toda la familia por culpa de la guerra acabaría generando algo positivo. De pequeño, Antonio tuvo que empezar a trabajar para ayudar a la familia, primero como aprendiz de zapatero con Pep Bonet, Pep des Sabater, simultaneando los recosidos de cuero con la escuela, y después como barbero, con Joan Font. En esos primeros años de juventud, su padre ya se dedicaba con intensidad a la talla y Antonio le imitaba con una navaja y pequeños trozos de adelfa, que era la madera más sencilla de trabajar. Carmen Juan explica que Antonio aprendió mucho de su padre, quien, a pesar de su rectitud, era buena persona y se preocupaba mucho por sus hijos.
Con el tiempo, Antonio hijo comenzó a trabajar en las barcas que llevaban turistas a las playas, junto a Alfonso Cardona Frit. Los inviernos, sin embargo, transcurrían tallando pulseras, camafeos, abrecartas y botones de puño con su padre. La madera la localizaba él mismo junto a su hermano Leonardo y su principal lugar de aprovisionamiento era el torrente de Buscastell, donde corría agua todo el año desde es Broll hasta el propio Sant Antoni. Trasladaban las ramas a montones en bicicleta, tan grandes como fueran capaces de acarrear. También hacían expediciones a las fincas de Cala Salada y Punta Galera, a escondidas de sus amos, en busca de ramas rectas de sabina para que su padre siguiese produciendo bastones. Pero, según Carmen Juan, nunca arrancaban un árbol, solo lo podaban de forma que siguiera creciendo.
El padre y sus dos hijos mayores esculpían con sus toscas herramientas, fabricadas por ellos mismos, en una habitación de su casa de Sant Antoni. Se producían cortes en las manos casi a diario y Leonardo, el mayor, decidió dejar de esculpir y dedicarse exclusivamente a las policromías que adornaban las piezas. Antonio, sin embargo, era perfectamente capaz de seguir a su padre, sin que se notara diferencia en las piezas pequeñas que elaboraban uno y otro. Solo en los bastones de sabina, que eran auténticas filigranas, al joven Antonio le costaba seguir a su padre.
Un buen día, el antiguo carabinero apareció por casa acompañado de un soldado destinado en Sant Antoni, llamado Rafael Vargas. Portaba una maleta muy pesada repleta de herramientas, ya que era ebanista de profesión. Antonio nunca había visto tal cantidad de utilería profesional, con cinceles, gubias, limas y toda clase de artilugios mucho más eficaces que los que ellos empleaban. Mientras el soldado confeccionaba muebles nuevos y reconvertía otros antiguos y sencillos en filigranas talladas, Antonio hijo aprendió a dar la inclinación adecuada a cada herramienta, a aplicar la presión precisa, a seguir la veta de la madera y a afrontar piezas cada vez más grandes.
En 1961, el empresario Pepe Roselló, Pepe de la Mutual, le encargó una serie de esculturas de gran tamaño que reproducían las caras que su padre tallaba para pulseras y brazaletes, con el objetivo de decorar su primer restaurante, S’Olivar, en la calle Sant Mateu. Poco después, el periodista Nito Verdera le pidió un dios Bes de gran tamaño para el bar Cartago y, a continuación, a petición del hermano de Pepe Roselló, Vicente Roselló, que estaba preparando la apertura del restaurante Sa Capella, en la vieja capilla cercana a Can Coix, le dijo que quería decorar el antiguo altar con una gran escultura. Fue su primera obra realizada con un tronco de olivo completo. La bautizó ‘Matèria i esperit’, título que se convirtió en premonitorio, pues, desde entonces, siguió toda su vida buscando el espíritu en la materia. En 2008, el escritor Miguel Ángel González le puso también este título a la magnífica biografía que publicó del escultor.
El gran mecenas de Antonio Hormigo, sin embargo, era Vicent Prats, Micolau, también conocido como es Negre, propietario de la galería Es Llimoner, que le animó a tallar una serie de esculturas de gran formato, ayudándole también en la construcción de un taller adecuado, que seguiría utilizando toda su vida y que aún se mantiene, en la casa familiar de Port des Torrent. Es Negre, todo un intelectual, muy apreciado por los vecinos de Sant Antoni de su generación, hoy posee una de las colecciones más importantes de esculturas de Antonio Hormigo.
Es importante subrayar que Antonio no solo se dedicó a la escultura. En los años sesenta, compaginó este trabajo como auxiliar de faros en sa Conillera, donde pasaba periodos de 15 días. Allí incluso escribió una novela corta, que dio a leer al famoso guionista Rafael Azcona, que entonces veraneaba en la isla, y hasta concursó con éxito en algún premio literario.
En aquellos tiempos, conoció a Carmen Juan, mallorquina de Porreres, que acudió de joven a Sant Antoni, donde trabajaba en el comercio de Toni Portmany. Carmen explica con un refrán su carácter y tal vez la razón por la que dos personas de fuerte personalidad convivieron y se entendieron toda la vida: “Sa porrerenca, ni vincla ni trenca” (la porrerenca, ni se dobla ni se rompe).
Se enamoraron y casaron en 1969. Antonio había tenido de soltero un hijo anterior, Toni, con una mujer inglesa, y con Carmen luego tuvo otros dos: Paco y Marcelo. En aquellos primeros tiempos de matrimonio, trató de levantar un negocio propio de transporte de turistas por mar, pero no salió bien, y por fin decidió dedicarse por completo a la escultura. Empezó a ir por las serrerías en busca de troncos enteros destinados a convertirse en leña, que él revivía como esculturas asombrando a todo el que las contemplaba.
En los sesenta ya comenzó a participar en exposiciones por el interesante mundillo de las galerías de la isla, junto a otros artistas. Después, ya con cierto prestigio, comenzó a viajar fuera, a enclaves como Noruega, Barcelona… En 1977, inaugura en Sant Antoni es Verro, el monumento al payés ibicenco tallado en un bloque de piedra de 2,5 toneladas y 2,4 metros de altura. Pedro Juan Hormigo, sobrino del escultor, curiosamente conserva una versión de es Verro tallada por el abuelo, que quiso ofrecer a su hijo su propia versión de es Verro.
Aquel mismo año, nace el grupo Ibiza 77, al que Hormigo pertenecía junto a los alemanes Bert May y Hemio Michel, y el gaditano Paco Torres. Al año siguiente presentan una muestra colectiva en Frankfurt. La escultura de Antonio, sin embargo, resultaba un gran reto por sus elevadas dimensiones, que hacían difícil el transporte y reducía considerablemente, tanto por precio como por tamaño, el número de potenciales compradores. Aun así, él persistió siempre y siguió exponiendo y despertando la admiración, dentro y fuera del país.
Su forma de dejarse llevar por las vetas de la madera, de ver el resultado final de la obra casi antes de empezarla, le convirtieron en un artista único. La última retrospectiva de su obra se organizó en octubre de 2021, con motivo de la inauguración del Auditorio Caló de s’Oli. Antes hubo muchas otras. Durante la conferencia, Carmen Juan explicó que su marido vendió muchas de sus esculturas a plazos, a amigos y gente conocida porque prefería que se las quedara alguien cercano, que le costaba adquirir la pieza, que fuera a parar a manos de un desconocido, aunque pudiera pagarlas al contado.
Uno de los hechos más sorprendentes y tristes, explica Carmen, es que, a pesar de haber pasado la mayor parte de su vida productiva como artista en Port des Torrent, en el término municipal de Sant Josep, el Ayuntamiento no posee aún ninguna escultura suya. Sin embargo, estuvo a punto. Antonio tenía relación de amistad con Federico Cuevas, aparejador del consistorio. Este quiso que el Ayuntamiento adquiriese una de las piezas más interesantes de Antonio Hormigo, el ‘Naixement des Vedrà’, una obra de madera de olivo de 2 x 2 metros, con forma de ángel alado de cuyo pecho brota el islote en forma de estalagtita. Se encontraron y quedaron para el lunes siguiente, en el que acudiría a su estudio el propio Cuevas con otra persona del Ayuntamiento, para tratar la adquisición de la pieza y destinarla a adornar el vestíbulo de la nueva sede consistorial, en la Avinguda Pere Escanellas. Sin embargo, el arquitecto técnico falleció la víspera y ya nunca más se trató el tema. La pieza acabó en manos de un coleccionista privado.
Su monumento más visible, sin embargo, se halla en la rotonda de entrada a Sant Antoni y lo realizó en colaboración con otros dos artistas: el famoso Huevo de Colón, que en realidad se llama “Monumento al descubrimiento de América”. Se trata de un huevo de hormigón armado y seis metros de altura, con un hueco en el centro que alberga una réplica en hierro de 2,8 metros de largo de la nave Santa María, cuya proa apunta hacia América.
El monumento se inauguró el 12 de octubre de 1992, coincidiendo con el 500 aniversario del descubrimiento del Nuevo Mundo. La idea fue obra del propio Antonio, el artista y arquitecto Julio Bauzá diseñó el proyecto y forjó la réplica de la Santa María, y Luis Ojeda realizó las maquetas. El huevo alude a un mito histórico sobre una conversación de Cristóbal Colón en la corte española, tras su victorioso regreso de América, cuando retó a los presentes a mantener un huevo recto sin apoyarlo en ningún objeto. Cuando nadie halló la respuesta, Colón logró mantenerlo en pie, aplastando de un leve golpe una punta del huevo. Este monumento, único en el mundo, reivindica de alguna forma la tesis del origen ibicenco de Cristóbal Colón, a la que el periodista e investigador local Nito Verdera ha dedicado buena parte de su carrera.
Sorprendentemente, fue una de las mayores decepciones que Antonio se llevó en su vida, pues según explicaron tanto su viuda como su sobrino Pedro, nunca cobró nada por el huevo porque la empresa adjudicataria del paseo, que era quien debía abonarlo, nunca entregó el dinero. Solo consiguió cobrar en parte Julio Bauzá, al hacerlo en especie, llevándose materiales de construcción para la casa que estaba edificando en la zona de Sant Rafel, donde este gran artista aún reside y tiene su taller.
Hoy nadie duda de que Antonio Hormigo Escandell es el más importante escultor que ha dado Ibiza. Sus obras son parte esencial del patrimonio de la isla y se encuentran expuestas en el Museu d’Art Contemporani d’Eivissa y otros espacios culturales ibicencos.
Pedro Juan Hormigo (1971)
Curiosamente, dos hijos del patriarca Antonio Hormigo Josefa contrajeron matrimonio con otra pareja de hermanos. Antonio Hormigo Escandell lo hizo con Carmen Juan y su hermana pequeña, Lali, se casó con Pedro Juan. Uno de los hijos de esta última pareja, Pedro Juan Hormigo, se convertiría en el continuador de la saga de artistas y en el más importante escultor de fundición que existe en Ibiza, con piezas que ya son parte esencial del patrimonio pitiuso.
Cuenta Pedro que de niño se crió en el taller de su tío, ya que sus padres poseían unos apartamentos turísticos junto al estudio de Antonio, así que Pedro y sus primos crecieron entre un bosque de esculturas. De su tío aprendió los trucos básicos necesarios para tallar y también a fabricar sus propias herramientas. En esa niñez y adolescencia, entre los 13 y los 16 años, aproximadamente, trabajaba figuras pequeñas, de temas mitológicos, que esculpía en madera de adelfa. Su primera obra la talló sobre un palo de escoba. Al terminarla, corrió orgulloso a enseñársela a su tío. Éste, al verla, le preguntó si se había mirado en el espejo alguna vez, porque había adelantado tanto las orejas que casi se unían a la frente. Desde entonces, se observó a sí mismo en innumerables ocasiones, para que las proporciones fueran las adecuadas y su tío no volviera a reírse de él.
En aquella época, sin embargo, Pedro no anhelaba ser escultor ni artista, sino arqueólogo. Estuvo trabajando en el yacimiento del antiguo poblado fenicio de sa Caleta y después se inscribió en la escuela taller de Dalt Vila. Allí aprendió albañilería y se especializó en arqueología. Pasó dos años y medio años excavando en el interior de las murallas, sobre todo en la Ronda Calvi, de donde se extrajo una cantidad importante de material islámico y una valiosa moneda de oro de época romana. Como desenterraban innumerables restos cerámicos que había que recomponer como un rompecabezas, Pedro quiso aprender los fundamentos de la cerámica para diseccionar y comprender mejor estas obras, aunque desde un punto de vista arqueológico, más que artístico.
Fue entonces cuando su tío Antonio le habló de su amigo, el ceramista Julio Bauzá, con el que acababa de construir el Huevo de Colón. Comenzó a trabajar en su taller en 1994 y acabó convirtiéndose en un gran amigo y mentor, del que aprendió a modelar, algo que le resultaría esencial en el futuro. El primer paso para afrontar una pieza de fundición, de hecho, es modelarla con arcilla u otro material. Además, adquirió notables conocimientos sobre el funcionamiento del horno cerámico, el manejo del torno y otras muchas habilidades, que acabaron empujándole a sustituir la arqueología por el arte. Pedro llevaba la escultura en la sangre y sus experiencias vitales le empujaban irremediablemente por ese camino.
En 1996, dio un paso muy importante en su carrera, al instalarse en Nueva York, donde se enroló en un taller colectivo donde hizo cursos de soldadura, moldes y fundición, presentando también algunas exposiciones. En poco tiempo, pasó de alumno a monitor, y trabajó al lado de otros escultores amigos, de los que aprendió todo lo necesario para convertirse en un gran artista de la fundición, como Tristan Wolsky, entre otros. En aquellos años, su forma de vida consistía en fundir pequeñas piezas con las que podía viajar, que traía a la isla y vendía, e incluso llegó a diseñar una colección de joyas para un desfile de moda neoyorquino. Sin embargo, el coste del metal y los materiales en la urbe norteamericana era muy elevado y, un tiempo después de los atentados de las torres gemelas, el 11 de septiembre de 2001, decidió volver a establecerse en la isla.
Aquella experiencia de seis años resultó fundamental no solo desde el punto de vista técnico sino también creativo, ya que Pedro desarrolló un estilo y una línea de trabajo que ya nunca ha abandonado, y que está íntimamente relacionada con el concepto de vacío en sus esculturas. En la mirada artística de Pedro, cuenta tanto la materia como la antimateria. En este sentido, la influencia del escultor Pablo Gargallo (Zaragoza, 1881 – Reus, 1934) ha sido muy importante. Pedro incluso afirma que la evolución de la escultura se paró en Pablo Gargallo y que él encuentra especialmente estimulante tratar de seguir su huella.
La bohemia artística neoyorquina, asimismo, vivía un momento en que el arte figurativo iba en contra de la etiqueta de modernidad. El escultor ibicenco tuvo que afrontar un conflicto consigo mismo porque él requiere del cuerpo humano para desarrollar su obra. El hecho de agujerearlo, de extirparle materia, le permite aportar mucha información a la pieza que de otra manera sería imposible. Un buen ejemplo es la escultura del primer obispo de Ibiza, Manuel Abad y Lasierra, que está hueco por dentro y en ese vacío esboza, de alguna forma, el interior de la Catedral de Ibiza.
Si se le pregunta a Pedro porqué optó por la escultura de fundición, en vez de seguir los pasos de su tío Antonio, lo tiene muy claro: “Trabajar con la madera me suponía un conflicto. Me ponía a tallarla y mi cerebro siempre parecía amoldarse al estilo de Antonio. Cuando me pasé a la cerámica, ya no estaba Antonio y después, con la fundición, encontré un mundo nuevo”.
Esta técnica, sin embargo, requiere de un largo proceso creativo, que comienza por desarrollar un modelo original con arcilla u otro material, como cera, y crear una estructura de silicona con ventilaciones y agujeros por donde se vierte el metal y se va enfriando. El resultado de la fundición es la obra planeada más todos los apéndices en forma de tubos solidificados por donde ha entrado el bronce. Luego hay que extirpar todo el material sobrante y pulir. Para Pedro es un proceso tan delicado como apasionante. “Me encanta fundir para colar. Cuando viertes el metal líquido, ya es algo mágico. Salta, te quema, pero es único”.
Cuando regresó a Ibiza, Pedro recibió del Ayuntamiento de Sant Antoni de Portmany su primer encargo importante de obra pública: un busto del historiador Joan Marí Cardona, que se instaló en la iglesia de San Rafel en 2004 y que fundió en la propia isla. Con él inició una serie de monumentos que lo mantuvieron ocupado varios años, entre ellos uno de los más importantes de su carrera y que ya es todo un símbolo en Ibiza: el salinero instalado junto a los estanques de las salinas y la iglesia de Sant Francesc de s’Estany. Fue fundido en Eibar, inaugurado en 2007 y lo hizo por encargo del Consell Insular, con Joan Marí Tur Botja como conseller de Patrimonio.
En 2008 ganó el concurso para diseñar el premio Ciudades Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, con una pieza de bronce que representa una torre-fortaleza. Al año siguiente, en 2009, presentó la estatua sedente de bronce del obispo de Ibiza Manuel Abad y Lasierra, colocada en la plaza de Santa Gertrudis de Fruitera, siendo conseller Marià Torres Rafal. Es otra obra extraordinaria, también fundida en Eibar, que sorprende a la gente que se acerca a observarla y curiosear entre sus oquedades.
Pero explica que le costó largas discusiones con el obispo de entonces, Vicente Juan Segura, que quería situar la estatua sobre un pedestal, lo que habría impedido esta interacción con el público, que es lo que a él más le gusta. Al final, sin embargo, se salió con la suya. El obispo incluso quería taparle los agujeros, pero no lo logró. “Cuando veo a los niños subiéndose encima y a la gente metiendo la cabeza entre los huecos, para ver lo que hay dentro, me siento orgulloso”.
Ya en 2010 realizó, también en bronce, el premio Portmany que el Ayuntamiento entrega a las personas y entidades que, a su juicio, lo merecen. Consiste en un canuto adornado con motivos geométricos, que de alguna forma recuerda a las flautas payesas, en cuyo interior se coloca el diploma correspondiente.
Una curiosidad es que su obra pública no va firmada con su nombre. Simplemente coloca una Pi, que es un símbolo que le gusta. Uno de los asuntos que más le inquietan, respecto a la escultura pública, es que las administraciones invierten en encargar y adquirir obras, pero luego no se preocupan de su mantenimiento.
Tras todas estas obras ha realizado innumerables encargos y también nuevas piezas, en las que el cubismo en ocasiones ejerce un papel fundamental. Entre ellas está “Esquizofrenia”, una pieza en la que las caras y las manos se funden. También otros premios, como los de la Música del Consell, los del vivero de empresas del Ayuntamiento de Eivissa o los del Diario de Ibiza. También ha hecho alguna exposición conjunta con su tío Antonio y está preparando dos proyectos de obra pública de los que aún no puede adelantar nada.
Durante la conferencia, Pedro trajo algunas piezas de pequeño formato, que el público pudo disfrutar, y el empresario Pepe Roselló también aportó una escultura de bronce realizada por él, en el que sobre la orografía de Ibiza dos manos se agarran simbolizando el trato que hacían antes los payeses, que no requería de documentos ni firmas. Además, trajo también un ícaro espectacular, realizado por Antonio Hormigo.
Pedro Juan Hormigo, en definitiva, es un artista enorme, que da continuidad a la obra de su tío y su abuelo. Este último, aunque se inició en la escultura por pura necesidad, acabó alumbrando una saga y una herencia artística que ya ha quedado inscrita para siempre en el patrimonio de todos los ibicencos.